sábado, 23 de mayo de 2009

Capítulo 1

LA REDACCION CIENTIFICA


1.1. Para qué escribir
Durante un período tan dilatado que resulta casi imposible de imaginar, los seres humanos no conocieron otra forma de comunicación que el lenguaje oral. Los homínidos que fueron aprendiendo poco a poco a dominar el fuego, a cazar y a construir toscos utensilios de piedra, seguramente se comunicaron mediante un conjunto de gritos y gestos que, con el correr de los milenios, fueron creciendo en precisión, complejidad y riqueza. Esta capacidad de transmitir información, de compartir los conocimientos que se iban adquiriendo en contacto con el medio natural, resultó decisiva en la creación de lo que hoy llamamos cultura, ese conjunto de normas, valores, hábitos y técnicas que los hombres de cada sociedad compartimos. La cultura, expresión exclusiva de la humanidad frente al resto de las especies animales, nos permitió ir dominando lentamente los fenómenos naturales hasta construir las grandes civilizaciones que comenzaron a florecer hace algunos miles de años.

Pero ya los sumerios y los egipcios, los griegos, los chinos y los mayas, tuvieron que idear algunas formas de registro que les permitieran superar las limitaciones del lenguaje puramente oral. No era posible realizar miles de transacciones comerciales, organizar el culto, dirigir ejércitos o resolver complejos problemas dinásticos, si no se poseía un instrumento capaz de dar permanencia a lo que se convenía o se pactaba, si no se registraban de alguna forma los hechos importantes, para que todos los interesados pudieran conocerlos y actuar en consecuencia. Por eso surgió la escritura, un hito fundamental en la evolución de la comunicación humana, que permitió al hombre transmitir sus pensamientos y sus ideas más allá de los límites inherentes a la comunicación verbal.

Es cierto que la palabra hablada, la que seguimos utilizando todos los días en nuestros innumerables intercambios con los otros seres humanos, posee algunas cualidades que la hacen indispensable: a través de ella, de un modo espontáneo y muy flexible, podemos transmitir ideas y sentimientos, podemos expresar la rica variedad de nuestras percepciones, sensaciones y estados de ánimo, generalmente apoyándonos en una variada gama de gestos y movimientos faciales que la complementan y precisan. Pero el lenguaje oral, a pesar de estas ventajas, nos impone también limitaciones que no podemos evadir: no puede difundirse más allá de cierto límite -el límite de nuestra voz- aunque actualmente, gracias a la telefonía y la electrónica, este límite se haya expandido enormemente; carece de permanencia y estabilidad, porque lo dicho puede ser rápidamente olvidado o confundido, interpretado o reinterpretado de mil modos diferentes, negado a posteriori por quien pretende recoger sus palabras, o sometido a la rápida erosión de sus significados. No en vano afirma el dicho popular que "a las palabras se las lleva el viento".

La palabra escrita, por otra parte, no posee la plasticidad y la inmediata capacidad de comunicación que es propia del lenguaje oral, pues carece de su rapidez y agilidad interactiva. Para escribir tenemos que hacer un esfuerzo muy superior al que usualmente realizamos al hablar, tenemos que concentrarnos, organizar el mensaje y, por lo general, no logramos a darle a éste todos los matices expresivos que quisiéramos proporcionarle. Pero al escribir, en contrapartida, obtenemos algunos beneficios que de otro modo nos estarían vedados: aquéllo que se escribe queda fijo, pues utiliza algún soporte material que le otorga un grado de perdurabilidad que la voz humana -hasta hace cosa de un siglo- nunca podía alcanzar. Esta soporte material ha variado grandemente, según la tecnología utilizada, desde las antiguas tablillas de barro cocido hasta los actuales sistemas de registro electrónico, pasando por el papel, medio prácticamente universal y paradigmático. Pero en todo los casos el mensaje escrito ha logrado lo que resultaba imposible para la expresión oral: la permanencia, la posibilidad de llegar a muchos seres humanos distantes en el tiempo y el espacio con un mensaje inalterado.

Lo que se escribe permanece, se mantiene en el tiempo mientras dura el soporte material que se ha utilizado, y puede copiarse indefinidamente. Pero el mensaje escrito no sólo se mantiene en el tiempo, listo para ser recibido mucho después de que fue producido por el emisor, sino que además permanece fijo, idéntico a sí mismo. "Lo escrito, escrito está", suele decirse.
A partir del mensaje escrito, inalterable en principio y siempre más preciso y estable que el mensaje oral, puede entablarse otro tipo de discusión que la que se realiza sólo de palabra. La crítica, el análisis, el debate, pueden desarrollarse entonces de un modo totalmente diferente, pues en este caso las ideas dejan de flotar, desvaneciéndose de inmediato luego de que los hombres que las formulan, para adquirir una cualidad de "cosa" objetiva, de elemento al cual se puede volver una y otra vez en busca de lo que ya no depende de la fragilidad de la memoria.

Lo escrito, por último, puede reproducirse a voluntad. Siempre es posible hacer una copia -laboriosa o no, según la tecnología disponible- y llegar de este modo a miles o millones de personas, trascendiendo las barreras del tiempo y el espacio, difundiendo las ideas a todos aquéllos que puedan estar interesados en conocerlas. De la facilidad de reproducir los mensajes escritos dependerá, ciertamente, el alcance efectivo que tenga la ventaja que mencionamos. Por ello se comprenderá la importancia que, para la difusión de los conocimientos, han tenido dos invenciones que revolucionaron por completo nuestra civilización: la imprenta, hace ya más de cinco siglos, y los modernos sistemas de computación que hoy se expanden vigorosamente en todas las latitudes.

1.2. La comunicación científica
Las observaciones que hemos hecho en la sección precedente no son nada novedosas para quienes estudian los problemas de la comunicación. Las hemos puesto de relieve, sin embargo, porque ellas suelen olvidarse en la vida cotidiana, tanta es la familiaridad que tenemos con la lectura y la escritura. Dichos elementos deben tenerse especialmente en cuenta cuando pensamos en una forma peculiar de comunicación escrita, la que se vincula al quehacer científico.
No es este el lugar apropiado para exponer en qué consiste y cómo se desarrolla la vasta aventura intelectual que constituye la ciencia; en muchos otros textos el lector encontrará sobrada información sobre tal tema.[Hemos estudiado el asunto en Los Caminos de la Ciencia, una introducción al método científico, Ed. Panapo, Caracas, 1986, cap. 5.] Baste decir aquí que la ciencia se caracteriza por un tipo de conocimiento que se preocupa concientemente por ser riguroso, sistemático, receptivo ante la crítica, deseoso siempre de objetividad. Resultará claro entonces que los aportes a la ciencia requieren de esa precisión y esa perdurabilidad que se asocia a todo lo escrito y que ya mencionábamos más arriba. A partir de esa característica es que resulta posible una difusión de conocimientos que va más allá de lo fugaz y lo impreciso, que coloca al alcance de un enorme conjunto de personas lo que se dice y se propone. La discusión, la crítica, la revisión constante de ideas y de resultados, queda así abierta, se facilita y simplifica.
Por ello puede decirse que casi todo el trabajo científico se realiza, en definitiva, por esta vía; sin libros y revistas, sin artículos, ponencias o informes de investigación, la ciencia moderna resultaría inconcebible. De allí que, naturalmente, sea tan importante para un científico, un investigador o, en términos más generales, para cualquier profesional o estudiante, el dominio del lenguaje escrito y de las formas específicas que éste adquiere en el ámbito de la comunicación científica. Porque la redacción académica posee algunas peculiaridades que se relacionan directamente con los objetivos de la misma y que por cierto es preciso tener en cuenta para lograr los mejores resultados.

Lo que distingue a los trabajos científicos de otras formas de mensaje escrito deriva, como es fácil de comprender, de los propios objetivos que posee la ciencia. Si ésta intenta construir un saber riguroso, sistemático y lo más objetivo posible, entonces habrá que comunicar sus resultados también de un modo preciso y claro, que destierre en lo posible las ambigüedades que tan frecuentes son en nuestro lenguaje. De nada, o de muy poco, podrán servir en este caso las vaguedades, los giros efectistas, los medios tonos del discurso que en otras circunstancias resultarían verdaderamente ineludibles. Los elementos sustantivos del contenido habrán de destacarse con nitidez más allá de todo adorno formal, aun cuando nada nos impida tratar de redactar con elegancia y armonía. Pero además habrá que tener particular cuidado con otro elemento, característico de toda comunicación científica: la estructura de cada trabajo tendrá que ser bien pensada para que resulte lógica, orientada hacia la mejor comprensión de lo que se pretende transmitir; cada una de sus partes componentes deberá tener unidad y enlazarse claramente con las restantes; cada parágrafo, sección o frase deberán poseer un sentido, una función definida dentro del discurso general.

Veamos todo esto un poco más detenidamente. En primer lugar conviene recalcar, aunque tal cosa resulte casi obvia, que un trabajo científico se propone siempre comunicar algo concreto, algunos determinados conocimientos, y no estados de ánimo, opiniones o sensaciones subjetivas. Tal propósito introduce ya una distinción entre este tipo de comunicación y otras formas de expresión escrita como la poesía, la literatura de ficción, los ensayos de cualquier naturaleza, los escritos políticos o religiosos, etc. Es cierto que en todo escrito habrá de expresarse de algún modo la subjetividad del autor, el modo personal en que éste concibe las ideas que formula. Estas -además- nunca podrán escapar completamente a las opiniones y prejuicios dominantes y estarán sometidas, sin duda, a las imprecisiones que son propias del mismo lenguaje que se emplea. Pero no se trata de llevar las cosas hasta el extremo, de pretender una objetividad absoluta que tampoco posee el quehacer de la ciencia. Se trata de reconocer que, en propiedad, un trabajo científico posee unos fines específicos que obligan a realizar un esfuerzo tenaz de depuración para que en el mismo las ideas se expresen con la mayor rigurosidad y objetividad posibles.

En segundo lugar habremos de apuntar que en la redacción de un trabajo científico la estructura expositiva tendrá que sujetarse a una lógica lo más clara posible, que estará en función de los objetivos del trabajo. Por eso es fundamental que el autor conozca con bastante precisión qué desea comunicar, para luego poder así buscar la forma más adecuada a los fines que persigue. Ello significa que habrá que pensar en un modelo o esquema expositivo básico antes de comenzar a redactar, porque no se trata de dejarse arrastrar por algo parecido a la inspiración, sino de construir una obra que pueda ser comprendida del modo más directo posible. El esquema de trabajo resultará entonces la guía que nos orientará en el desarrollo de los temas, el punto de partida para la elaboración de esquemas particulares cada vez más detallados desde los cuales se podrá ir pasando finalmente a la labor de escribir (v. infra, cap. 8).

Un tercer elemento a tener en cuenta se refiere al estilo a emplear y a las consideraciones de forma en cuanto a la presentación final del trabajo. Como ya lo decíamos, la comunicación científica nada gana con la ambigüedad o la confusión del lenguaje, con la deliberada oscuridad, que tanto pueden beneficiar a otras formas de expresión. Para ello es preciso entonces:

a) construir las oraciones de tal modo que las mismas resulten unívocas en su sentido y relativamente sencillas, sin exageradas complicaciones.
b) utilizar las palabras con rigor, teniendo en cuenta su significado aceptado y conocido, buscando además en cada caso el vocablo preciso para expresar lo que pensamos. Esto, por supuesto, implica que debemos conocer con claridad lo que deseamos decir, lo cual no siempre ocurre.

Estas dos recomendaciones que acabamos de hacer no deben entenderse como una defensa del lenguaje chato y repetitivo que muchas veces encontramos en los libros o informes de investigación. Al contrario, lo que sucede en estos casos es que el autor descuida por completo los problemas de forma y de ese modo produce implícitamente una desmejora de su obra. Porque las repeticiones a veces son simplemente expresión de pereza mental o de ausencia de revisión y no -como ocurre en otros casos- resultado de una insoslayable necesidad de precisión; porque la falta de fluidez en el lenguaje, más allá de cierto punto, fatiga al sacrificado lector, con lo que el mensaje se transmite entonces más dificultosamente. Por eso es preciso lograr un equilibrio entre la sencillez de la expresión y la exactitud de lo que se dice, oponiéndose por igual a la oscuridad conceptual, las formulaciones excesivamente recargadas y el uso efectista del lenguaje.

No hay que perder de vista, en ningún momento, que quien escribe un trabajo científico debe buscar por todos los medios transmitir un contenido, de modo que éste llegue con las menores perturbaciones posibles al receptor de la comunicación. Cualquier elemento que facilite tal cosa ha de ser bienvenido, cualquier referencia, explicación o recurso que haga que las ideas se comprendan mejor y con menos esfuerzo por parte del lector. Por ello también es preciso detenerse con bastante cuidado en la forma de presentación de cada trabajo, para que a la claridad de la expresión y el orden lógico básico del discurso se sumen también otros elementos que dan seriedad y rigurosidad a la exposición: oportunas referencias bibliográficas, notas aclaratorias, apéndices, gráficos, cuadros estadísticos y esquemas.[Todo esto será desarrollado más extensamente en el punto 3.4 y en el capítulo 4. Para mayor información el lector puede consultar la bibliografía que hemos elaborado.] Todo esto, en definitiva, servirá para que nuestro mensaje se comprenda en su justo valor, para que sea recibido, estudiado, criticado e incorporado al acervo de conocimientos existente en una especialidad.
Autor : Carlos Sabino

jueves, 21 de mayo de 2009

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martes, 19 de mayo de 2009

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